Suena el refrigerador de mi casa. Suena más fuerte que el motor de un coche.
Es un gigantesco grano de sal ese refrigerador detrás detrás de mí. No me deja escribir. Me aturde.
En ese escándalo me incorporo igual que el fuego en el vino cuando el vino se agita como un lago bajo el aguacero.
Y bajo de ese aguacero trabajo, empapándome la ropa y los sentidos, nadando en la silla, buceando en las palabras, agarrándolas de la cola como peces, golpeándolas con la empuñadura de un cuchillo en la cabeza.
Sueno turbio de miles de corrientes de agua, que penden sin embargo de un roble caído. Me levanto de la silla a buscar algo que beber.
Voy hasta el refrigerador y lo abro. Bebo un poco de leche. El refrigerador cruje. Quiere decirme algo. Pero entre él y yo no hay comunicación posible.
Regreso a la mesa de madera que al peso de mi aliento y de mis codos se convulsiona en selvas y lluvias de danza recobrada. Reflexiono. Escribo.
El refrigerador, cerca de mí, a las 3 de la mañana, es lo único real, tangible, a esta hora.
Óscar Oliva
Es un gigantesco grano de sal ese refrigerador detrás detrás de mí. No me deja escribir. Me aturde.
En ese escándalo me incorporo igual que el fuego en el vino cuando el vino se agita como un lago bajo el aguacero.
Y bajo de ese aguacero trabajo, empapándome la ropa y los sentidos, nadando en la silla, buceando en las palabras, agarrándolas de la cola como peces, golpeándolas con la empuñadura de un cuchillo en la cabeza.
Sueno turbio de miles de corrientes de agua, que penden sin embargo de un roble caído. Me levanto de la silla a buscar algo que beber.
Voy hasta el refrigerador y lo abro. Bebo un poco de leche. El refrigerador cruje. Quiere decirme algo. Pero entre él y yo no hay comunicación posible.
Regreso a la mesa de madera que al peso de mi aliento y de mis codos se convulsiona en selvas y lluvias de danza recobrada. Reflexiono. Escribo.
El refrigerador, cerca de mí, a las 3 de la mañana, es lo único real, tangible, a esta hora.
Óscar Oliva
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